Nuestra respuesta hoy como Amigonianos

Nuestra respuesta hoy como Amigonianos

Nuestra fe se traduzca ahora en esperanza activa. San Pablo dice a los Tesalonicenses (1 Ts 4,13).  « No se aflijan como los hombres sin esperanza ». Y  a los Romanos (Rm 8,24): En esperanza fuimos salvados, Benedicto XVI nos habla bellamente de la esperanza en su encíclica Spe Salvi 28, 31, 38, 48:  Dios es el fundamento de la esperanza… el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad. Su reino no es un más allá imaginario, en un futuro que nunca llega; está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza. Nuestra esperanza es siempre y esencialmente también esperanza para los otros. El amor de Dios se manifiesta en la responsabilidad por el otro. La verdad y la justicia han de estar por encima de nuestra comodidad para no hacer de nuestra vida una mentira. Sólo su amor nos da la posibilidad de perseverar día a día con toda sobriedad, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que por su naturaleza es imperfecto. Y, al mismo tiempo, su amor es para nosotros la garantía de que existe aquello que sólo llegamos a intuir vagamente y que, sin embargo, esperamos en lo más íntimo de nuestro ser: la vida que es « realmente » vida.  

La esperanza nos abre a cuestionamientos, a planteamientos nuevos, a horizontes insospechados. Quien tiene esperanza vive de otra manera. Veamos algunas de las consecuencias:

Cuanto más cuestionada está ahora la vida y la dimensión personal, es necesario afirmar nuestra dignidad como hijos de Dios. No somos juguetes ni máquinas surgidos del azar, somos criaturas salidas de las manos amorosas de nuestro Dios. Él nos ha pensado para entrar en el juego de su amor que nos va conformando a su medida. Nos ha regalado la vida como una impronta de su mismo Ser y quiere que la valoremos, la respetemos, la engrandezcamos porque está abierta ya a la misma Vida de Dios, y la gozará en plenitud.

Sentimos así la fuerte invitación a cuidarnos y cuidar a los que tenemos cercanos para no arriesgar nuestra salud, nuestra vida. Cuidamos especialmente a nuestros niños, donde la vida comienza, desde el seno de la madre, y también a nuestros mayores, ahora más afectados por la pandemia. Valoramos más que nunca nuestro sistema de salud y su personal especializado que nos permite salvaguardar la vida en momentos críticos como los que vivimos. Garanticemos medidas eficaces de salud pública. Preservar la vida es un fuerte imperativo ético, una obligación moral, por considerarla regalo preciado de nuestro Dios.

En momentos en que parece imperar el sálvese quien pueda y se exalta el individualismo y el propio bienestar, reafirmamos que somos todos hermanos porque tenemos un mismo Padre, nuestro Dios. Somos hermanos incluso con todas las criaturas salidas de sus manos, reflejo de su belleza. Hemos constatado más estos días lo triste que es la soledad, no podemos vivir sin cariño y afecto; que la familia es al ámbito privilegiado para crecer como personas y aprender a amar; que somos seres sociales y nos realizamos en el encuentro amoroso.

Centrémonos en lo esencial resituando nuestras prioridades. Lo más importante no es sino el amor, manifestado de forma concreta en detalles significativos. Demos prioridad a nuestra vida familiar, empeñémonos en su construcción de la familia, disfrutemos en familia. Acrecentemos el tejido social con una red rica de relaciones, tendiendo lazos de diálogo, asociación, cooperación, solidaridad. Ampliemos espacios de participación para empoderar a las comunidades como fuerzas vivas. Cuidemos la naturaleza, redescubramos su belleza, no pongamos en peligro su capacidad de albergarnos como nuestra Casa Común.

Cuando parece que todo va a la deriva y no hay nada sólido que sostenga nuestro mundo, la esperanza nos hace percibir la dinámica del Reino de Dios que ya ha comenzado entre nosotros. El mundo es el escenario de la actuación de nuestro Dios que lo encamina hacia la plenitud. Descubrimos así nuestra misión en el mundo como acogida y participación en ese Reino.  Comienza el Reino donde la persona vive dignamente, donde se busca realmente el bien común como criterio básico de organización social, donde existen relaciones sociales justas.

La aguda crisis económica que vivimos demanda un pacto social, con los actores políticos, sociales y económicos, que ponga a la persona en el centro de todas las decisiones, que busque controlar la desigualdad social y procure una mayor equidad, reduzca los indicadores de pobreza con ayudas sociales a los más necesitados. Hacer elecciones éticas, incorporar los imperativos ambientales y sociales a los modelos de negocios, preservar al máximo las fuentes de trabajo. Es inevitable un recorte en el presupuesto nacional, pero no a costa de valores fundamentales como la salud, la educación, la asistencia social. Y todos tenemos que ser solidarios, repartiendo adecuadamente las contribuciones sociales y verificando su efectividad, cortando las desviaciones de la corrupción, la evasión de impuestos, los privilegios vergonzantes…

La pandemia ha puesto al descubierto una emergencia humanitaria en intensas zonas de pobreza, arraigada, estructural, profundamente deshumanizadora y hasta estigmatizada por muchos ciudadanos. La mirada de Dios sobre esa realidad suscita en nosotros su mismo estremecimiento ante los pobres y su solicitud amorosa, su cercanía, su denuncia, su opción por ellos… y la necesidad imperiosa de buscar la justicia y la paz.

Esa condición social, extremadamente carencial, está en la base del mayor riesgo de contagio y de muerte: condiciones insalubres, hacinamiento, limitado acceso a servicios de salud y de educación, ausencia de hábitos de higiene y alimentación… Funciona incluso el miedo al estigma social de la enfermedad que conduce al rechazo, bien manifiesto en actitudes discriminatorias y la negativa a los albergues de enfermos. Culpabilizamos sin argumentos a los más vulnerables en lugar de ofrecerles ayuda.  No se percibe que, en este contexto que vivimos, las inequidades con algunos, nos afectarnos a todos. Acabemos con la xenofobia ante los migrantes extranjeros, con la aporofobia, el miedo que nos cierra a los pobres. Es inadmisible cualquier vulneración de la dignidad de la persona.

Nunca seguramente nos habremos preguntado tanto, como en este tiempo, por el sentido de nuestra vida o por nuestras necesidades espirituales. Y es que estamos hechos por Dios y para Dios que ha puesto en nuestro interior un deseo inmenso de transcendernos, de búsqueda plena de la felicidad, insaciable con propuestas intramundanas, materiales.  Esa búsqueda nos lleva al mismo Dios, que no está lejos, podemos descubrirlo dentro de nosotros mismos si vamos al fondo y conectamos con nuestra interioridad…   

Siendo lo que más nos sostiene y contribuye a nuestra salud integral, no se está dando socialmente, en este tiempo de pandemia, el lugar adecuado a nuestras necesidades espirituales. Se las ve como algo secundario e irrelevante, frente a la actividad económica. Se ha pospuesto demasiado la apertura de los templos, aun siendo lugares seguros con las precauciones previstas en el protocolo. Al igual que rebrotes del virus, busquemos rebrotes de interioridad entre los que nos rodean para acompañarles en la búsqueda de sentido. Tarea prioritaria ahora es descubrir el movimiento de la gracia y activar espacios de escucha, escuelas de acompañantes. Proponer al Señor y proponer la iglesia como hogar donde cobijarse de la intemperie existencial que vivimos. Tenemos una oportunidad única para evangelizar, respondiendo a esas inquietudes. También los creyentes hemos sido alcanzados por los cuestionamientos de esta pandemia. Ojalá que esta crisis nos lleve a madurar y purificar nuestra fe en este mundo secularizado.

Estamos llamados a ser, con María y como Ella, “místicos de ojos abiertos”, mirando la realidad, al ser humano, con la mirada de Dios, y descubrir su presencia en los acontecimientos. Mensajeros de esperanza, centinelas que escruten el horizonte, que miren más allá de lo cotidiano, para captar y anticiparse a lo que está por suceder e iluminar así el camino del pueblo desde un compromiso por la paz y la justicia, avanzando, al presente, la plenitud esperada.

El Dios que ha alumbrado la esperanza en nosotros, por medio de Jesucristo, y nos ha dado un bello reflejo de ella en nuestra Madre María, nos fortalezca para vivirla y estar siempre prontos a dar razón de nuestra esperanza (Pedro 3,15). Madre de la esperanza, ruega por nosotros.

                                                                             + Fr. Bartolomé Buigues Oller, TC